EL NIÑO
Afuera,
densos goterones pozean la tierra. Caprichosa lluvia en suelo donde la muerte
pareciera haber hecho morada.
El
niño, palmas hacia arriba, rescata con una sonrisa perlas de agua que se
escabullen rápidamente entre sus dedos. Desde lo profundo de la memoria se
recobra el perfume a tierra mojada, tierra de promesas incumplidas, celosamente esperadas.
Amparada
bajo el ancho alero, también aflora una sonrisa en la boca desdentada de la
abuela. Apenas es mediodía y espesas nubes transitan el cielo plomizo trayendo
oscuridad y presagio de agua.
La
anciana, no sin dificultad logra incorporarse y arrastrando sus cansadas
piernas, encamina sus pasos hacia la cocina en busca de calor, tal vez de
consuelo. Su voz se hace sentir desde dentro, llega a los oídos del niño que no
la registra, tan inmerso está en su mundo, en la brisa que le acaricia su
enmarañado pelo, en sus manos ahora acurrucadas muy juntas una al lado de la otra formando frágil vasija, en
el lejano horizonte vacío, insondable.
Inmensa
capacidad en atesorar sensaciones y dejarlas volar tan lejos como la
imaginación lo permita. Encontrar el desafío debajo de la humilde piedra
aprisionada por el lodo, sentir el corazón de un pájaro que se deshace en un
canto triste por nosotros, seres distraídos, insensibles a la realidad que se
nos devela a cada instante.
Luis ha
de cumplir pronto siete años, sus empercudidas y sucias rodillas muestran el
trajín del día. En sus abultados bolsillos, no falta la piedra lisa y chata que
va dando saltitos cuando se la lanza a ras del suelo, tampoco el trompo que
cambia de color cuando se le invita a bailar o el pequeño escarabajo en su
busca desesperada por encontrar la luz. ¿Meros objetos? No, elementos imprescindibles
para quien todavía la naturaleza no le es extraña.
Un
débil rayo de sol que escudriña desde las nubes le hace subir la cabeza, lo entibia, su
sonrisa es ahora más amplia y en su encuentro con el astro rey su pecho parece
crecer, no sabe que le sucede, pero la luz lo reconforta, le pide más entrega,
le hace soñar con los ojos abiertos.
Refunfuñando,
la abuela se asoma nuevamente a la puerta. ¡Qué venga a jugar adentro! ¡Que se
abrigue! , aunque bien sabe que los niños sanos no sienten frío, porque el
verdadero frío no habita fuera nuestro, pero cuando lo ve en silencio,
aquietadito, las profundas arrugas de una cara inexpresiva las más de las
veces, se distiende, recobrando frescura y juventud.
Recién
ahora el niño percibe su presencia y corre a su encuentro. Ella necesita
reclinarse poco para recibirlo en su regazo, le besa tiernamente los
cabellos y poco a poco va levantando su
mirada, primero a la tierra árida, luego al lejano horizonte casi oculto y cuando encuentra
entre las nubes un pequeño espacio despejado de azul intenso, se insinúa un
ínfimo despegar de sus labios en un inaudible gracias.
Liber
Constenla
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